Poco después, Mona y Carlos decidieron festejar sus treinta y cinco años de casados. Hicieron una reunión en la casa con parientes y amigos. Victoria invitó a su novio y un grupo de amigos del trabajo y la facultad. Milagros no llevó a nadie. No soportaba la idea de que la compararan con su hermana, o que advirtieran que su papel en la familia era nulo.
Los dìas previos a la fiesta, Milagros los pasò muy cerca de su madre. Obsecionada por ganar su afecto, la ayudò a hacer las compras, a arregñar la casa y a preparar la comida. Fueron unos dìas gloriosos. Pasaban horas juntas y hablaban de todo un poco, familia, religiòn. En esos dìas Victoria se habìa quedado en la casa de novio por lo que la felicidad era completa. Carlos, que llegaba a la noche, parecìa aliviado de ver a su hija animada y activa.
Mona le sugiriò que se comprara un vestido nuevo para la fiesta. Fueron juntas a elegirlo. Mientras buscaban, la madre intentò indagar sobre la vida afectiva de Milagros. confirmò lo que ya sospechaba: su hija viìa en la màs completa soledad, pero se enterò de una novedad: habìa decidido no volver a tener pareja y estaba -segùn sus palabras- enamorada de Dios. "Me quiero morir virgen", le dijo a la madre, con ilusiòn. Habìa pensado que eso harìa que su madre la viera con màs respeto y admiraciòn. Nada màs lejos de la realidad. La madre quedò espantada con la noticia y esa misma noche tuvo una charla seria con su marido.
Pensaron que lo mejor serìa llevar a su hija a un psicòlogo y se lo plantearon al dìa siguiente. Milagros escuchò ofendida. No podìa creer lo que le estaban proponiendo. "Me quieren sacar de encima, por eso me proponen esto", repetìa, desolada. Los padres trataron de calmarla, pero no hubo caso. Milagros atò cabos: la trataban de anormal porque no querìa casarse, como su hermana.